El amor, ese sentimiento que impulsa al mundo, mi abuela decía que proviene de Dios. Y debe ser cierto, porque es el único que no hace distingos de razas, culturas, edades, economías, condición social, y es que los opuestos se atraen. Si no, ¿cómo se explica, por ejemplo, que muchos hombres altos prefieran mujeres bajitas?
Unos creen en el amor a primera vista, otros en la atracción hormonal, algunos se enamoran de un timbre de voz, otros de la ternura, pero cuando esa otra mitad toca las fibras más sensibles de nuestro corazón, sabemos que es irrepetible, que no podremos reemplazarlo.
Pero enamorarse en esta era en que las rosas y las tarjetas son virtuales es correr riesgos y aventurarse en una selva de peligros, por la inmediatez y brevedad de las relaciones que casi surgen al paso y que son como un espejismo del cual debemos huir para no caer en manos de la depresión. Porque el amor nos transforma, nos hace reír y llorar, viste nuestras vidas de fantasía, ilusión y romanticismo. Nos hace sentir diferentes; la sangre fluye con mayor rapidez por nuestras venas; estamos enamorados. Pero cuando no somos correspondidos nos sentimos como un mueble en desuso, abandonados.
Amar en tiempos de la viagra y el sida puede ser cuestión de vida o muerte. Una mirada cómplice, dos manos entrelazadas, una sonrisa compartida, es el preludio, pero los jóvenes de esta parte del mundo más tardan en llegar a las discotecas que en desear desvestir los cuerpos de sus amadas, no importa si ella es atea o católica, el deseo se impone en la época que nos ha tocado vivir. La ley de la libido no tiene fronteras. Es el encuentro de ambos sexos en lugares comunes y surge la pasión, pues Cupido no tiene vacaciones: siempre está lanzando sus dardos.
Unos dicen que una cosa es enamorarse en Latinoamérica y otra muy distinta en Norteamérica o en Europa. Afirman que los norteamericanos van directo al grano; si les gustas, te lo confiesan, y si aceptas inician una relación sin muchos preámbulos ni formalidades.
Entretanto, muchos latinos amamos casi de manera enfermiza. Somos melosos, celosos, posesivos, casi irracionales, algunos tremendamente egoístas. Hay quien prefiere ver muerta a la persona amada antes que en brazos de otro u otra. En muchos casos no funciona la inteligencia emocional.
Pero el amor tiene sus matices y en todas las edades, etapas y circunstancias de la vida tiene una belleza indescriptible. En La ciudad de la alegría, el libro de Dominique La Pierre, además de encontrar el amor de la madre Teresa, hallamos la apasionada relación física de los leprosos de Calcuta en la India. Pienso que la misma dimensión tienen los amores imposibles.
Sin embargo, nada ha podido conmoverme más que el amor entre quienes viven con el sida o el virus de inmunodeficiencia humana, un amor a prueba de fuego, lleno de sacrificios.
Eric From decía que sólo se ama aquello que se conoce. Quien no conoce nada, no ama nada. Y debe ser cierto porque amas un color, un olor, un silencio, la sensibilidad que casi llegas a acariciarla. Amar es doblegar y ensayar una y otra vez el arte de convivir con una plenitud que va más allá de los sentidos. Es darlo todo a veces a cambio de nada; es compartir y estar allí, aunque no podamos abrazar a quien más amamos.
Existirá algún mortal sin amor. Si existe será como una hoguera sin fuego o una madre sin hijos. Así, es fácil entender el dolor de los reos privados del amor de sus mujeres y sus niños.
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